C U E N T O : Aprender a volver a casa.
Aprender a volver a casa:
Allá, en mi lugar, los días eran más largos y se llenaban de sol. Corría
y saltaba contento en esa tierra seca como piñón. En la siesta me sentaba un
ratito bajo un árbol y descubría bichos pequeños: con patas, sin patas y con
alas. Y en invierno, el cielo siempre nos regalaba un calorcito. A veces
cerraba los ojos y una sombra fría con sabor a yuyo me envolvía. Vivíamos en la
ciudad de Tinogasta en Catamarca con mi mamá y mi papá.
Nunca llegué a entender por qué un día nos fuimos a otra
ciudad, llena de autos y de gente. Le dicen Buenos Aires. Las personas se
movían más rápido, como en una carrera. Todos los días mi mamá me subía a un
colectivo, metía monedas en el agujero de una máquina rara y nos íbamos de
viaje. Siempre esperaba volver allá, pero no. Llegábamos a la escuela,
una casa grande llena de niños con guardapolvos blancos; yo también tenía
guardapolvo blanco. En un portón enorme me esperaba una señora con un guardapolvo
parecido al mío. Mi mamá me saludaba y se iba. Por qué. La mujer me
agarraba la mano y me decía que podía hacer amigos; y a veces me regalaba
caramelos. Lloré, grité y pegué, y nada. Me mandaron hablar con otra
señora, dejé de llorar y me quedé callado. Todos los días entrabamos en una
pieza grandota y me sentaba en una silla muy dura. Después nos dejaban salir a
un patio grande, donde los chicos corrían y gritaban. No sabía qué hacer. Me
sentaba en un rincón y miraba el cielo esperando que me regale ese aire
calentito con olor a tierra, hojas secas y sabor a siesta.
No sé por qué mi papá vivía en otra casa y cada tanto me venía a buscar.
Cuando llegabamos a su departamento, salía rápido al patio a buscar la
parrilla. Me gustaba soplar las cenizas y me imaginaba que todo volaba y volvía
la sombra fría con aroma a tierra seca y libertad. Y se hacía grande, grande y
me llevaba volando allá; pero al rato mi papá me llamaba. En la sala encendía
la tele. Me gustaría despertar un día en mi lugar y salir a correr sin miedo y
jugar.
No sé por qué, mis piernas tuvieron que estirarse y alejarme tanto del
piso. Por eso junto con fuerza mis rodillas al pecho, tal vez así vuelvan a ser
como antes.
En el aula de la escuela me agacho para buscar entre los espacios de
madera, polvito de tierra seca. Pero no sé por qué la maestra me reta. Un día
entre saltando y corriendo, miraba el cielo sin fin a través de la ventana,
deseando que me regale ese aire caliente con aroma a madera con yuyo. La
maestra me dijo: Sentate, como todos los compañeros. Miré un
rincón: en una silla. Me condena a una silla alta que me aleja del
suelo. Entonces con fuerza la soplé, tal vez así se esfume en una terrible
neblina y un tornado se la trague de una buena vez. Pero me miró y respondió: Nada
se va volar Mariano. Me hizo enojar y dentro de mí salió un grito: ¡No! Me
sorprendí tanto que me tembló hasta el corazón. La miré con miedo esperando una
respuesta. Me sonrió y dijo: Así está mejor Mariano, ahora podés sentarte
como todos, hay algo importante que hacer. Me senté, presioné mis rodillas
al pecho y esperé. Un niño me entregó una hoja más grande que mi cuaderno con
un castillo lleno de rayitas pequeñas, círculos y algunas curvas. Le dicen
números. ¡Qué aburrimiento! Todos mis compañeros entusiasmados
intentaban descubrir el nombre de cada uno haciendo un cantito, hablaban entre
ellos, reían. La maestra caminaba alrededor de todas las mesas. Al llegar a mi
mesa, miró mi hoja y sin enojarse me dijo: ¿Cómo pensas volver a Catamarca
si no sabes los números? Un tornado me atravesó de repente. No me imaginé
que eran tan importantes y además mágicos. Miré la hoja, eran muchos y decidí
empezar por abajo, parecían más grandes. Comencé a marcar, con un gran esfuerzo
para no pensar. No quería saber cómo se llamaban, no me gustan. Al volver la
maestra a mi banco me dijo: Bien, Mariano, comenzaste al revés qué desafío.
Y entonces, interrumpió la clase, un silencio que me dio miedo.
Todos mis compañeros dejaron de trabajar y me miraron. De a uno se
fueron parando para ver qué estaba haciendo: Bien Marian ¡Qué bueno! ¡Qué
grande! ¿Podés contar así? Se acercaron tanto que me obligaron a sacar las
rodillas de mi pecho y sin saber por qué, sentí alivio. La maestra los mandó a
sentarse cada uno en su lugar y mi compañero de mesa me preguntó: ¿lo puedo
hacer con vos? Me quedé callado y volví a mirar el cielo. Luego pensé tal
vez sea bueno y respondí: Sí. Al rato la maestra volvió: no es solo
cambiar números de lugar, tienen que descubrir lo que valen, pillones. Entonces
tuve que comenzar por el principio con un cantito 1, 2, 3, 4... Solo espero que
tenga razón y me lleven a ese lugar, mi casa en Catamarca con mamá y papá.
Bellísimo!!!
ResponderEliminarMe alegra que te guste. Muchas gracias
ResponderEliminarFelicidades bella amiga!!!!
ResponderEliminarGracias por compartir este espacio
EliminarTODO POR EL MISMO PRECIO.
ResponderEliminarNo temas transitar caminos imposibles para conquistar un sueño. Con el corazón alcanza.
Muy lindo Fer!
ResponderEliminarSer creativo nos permite trasportarnos y disfrutar.
A reinventarse. Así podremos llegar lejos.
Eliminar¡Qué lindo, Fernanda! ¡Gracias por compartirlo! ¡Cuánto Marianos hubo, hay y habrá en las escuelas!
ResponderEliminarSi Alicia y tuvimos la suerte de conocerlos de cerca. Descubrir su historia y lo que pueden ser capaces es fascinante. Ojalá la escuela no le de la espalda y siga conteniendo tantas historias.
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