Lorenzo volvio.
Perdón por mis repeticiones y pausas.
Lorenzo volvió:
Por
los caminos solitarios de tierra y arena de la Ciudad de Villa Gesell,
circulaba un aire con sabor más salitre que otros días junto a una presencia
silenciosa. La casona más antigua, remodelada hacía unos años, se encontraba
sombría, como muchas en esa temporada. En la sala principal, sobre la mesita de
estilo inglés de patas curvas, el florero antiguo de porcelana china con su
majestuosidad. Nunca faltaba el mantel de puntilla, bordado a mano y las ramas
frescas, acomodadas a principio de cada semana por la señora Laura. Pero esa
mañana a una dalia le quedaba un único pétalo deslucido. La señora, a la que le
pesaba una desazón desde hacía varios días, no lo noto.
A
la terminal de ómnibus, llegó un único micro, casi vacío que procedía de Mar
del Plata. Un hombre vestido con ropa sencilla un poco cansado bajó sin
equipaje. Un policía revisaba minuciosamente sus documentos, permisos e
interrogaba, demorándolo. Después de casi una hora, le permitieron retirarse.
Sentimientos de miedo, alivio y contento se desparramaron en ese instante.
Caminó
agobiado, respirando hondo. Inconcebible que hasta hace pocos meses, esas
calles estaban repletas de vidas. En cada esquina redescubría su historia. El
viento jugaba con su cabello, desafiando la calidad del peinado al agua hecho
con esmero esa mañana. Una sensación helada, de repente, lo invadió y paralizó.
En la vereda de enfrente una casa lo esperaba. Tiempos difíciles de una
pandemia interminable con un virus agresivo y un mañana incierto para todos.
A
dos cuadras, el mar enfurecido se desmembraba sobre la playa y luego se
arrastraba robándole su arena, dejándola brillante y espejada. En ese paisaje,
despoblado de turistas, la brisa aceleró de a poco su andar, llegando a las
arenas más profundas, en busca de un enigma.
La
ventana de vidrios repartidos, desprovista de persiana con sus cortinas claras
corridas exponían los colores de esas flores. El
hombre las contempló en silencio, percibiendo en esa delicadeza las huellas de
un amor inmenso.
La
señora Laura estaba preocupada, esperaba un mensaje que no llegó. Ese celular
que muchas veces consideró superfluo, deseaba con todo su ser que anduviera.
Caminaba impaciente por el sector alto de la casa; acomodando cada adorno a fin
de armonizar los ambientes o matar esos segundos interminables. Su nieto que
hacía unos días estaba allí, intentaba entender unas líneas de su manual para
terminar una tarea escolar que tenía que entregar al final de esa semana en la
plataforma virtual.
… “Todos los cuerpos ejercen atracción gravitatoria sobre todos
los otros cuerpos, sin excepción, por cerca o lejos que estén. La gravedad es
la amalgama cósmica que mantiene al universo unido y armónico.”
…
Incomprensibles
términos para un niño en tiempos de confinamiento.
Las
campanadas del péndulo que hacía años no sonaba, rompieron el silencio. Eran
las doce. La señora se sobresaltó, Mariano también. Buscó temblando el teléfono
de línea y lo apretó contra su pecho. Mariano salió corriendo de su habitación,
nunca había escuchado semejante estruendo en la casa y miró con miedo.
La
brisa transformada en viento, sopló con más fuerza y lanzó en la playa una
bolsa oscura, impregnada de algas. El hombre pudo cruzar al fin la calle. Ese
viento penetró también en la casona, estando todas las puertas y ventanas
aseguradas y arrancó al pétalo deslucido que se quedó esperando en la puntilla
bordada con hilo de seda rosa y verde.
Vencida
por la ansiedad, la señora Laura volvió a marcar el número de su hijo. En la
puerta de entrada se escuchó sonar Don´t Wanna Know. En la planta alta Mariano
también escuchó ¡Es papá! ¡Es papá! Laura no entendía, las llamadas
anteriores denunciaban que el teléfono estaba apagado. Su hijo que se
encontraba desde hacía más de 14 días en un centro de aislamiento sanitario de
Mar del Plata por haber levantado temperatura en un viaje de trabajo, no podía
estar en la puerta o tal vez sí. Bajaron las escaleras lo más rápido posible
con la ilusión de que sea cierto. Escucharon con más claridad el tema de
llamada del móvil y los gritos del niño circularon en la sala. Con lágrimas en
los ojos Laura abrió la puerta y los tres se enredaron en un abrazo inmenso a
pesar de las indicaciones de distanciamiento. El hisopado, hecho por segunda
vez, reveló la liberación de ese fantasma asfixiado por la muerte que tenía a
todos angustiados.
Más
tarde, salieron tranquilos Lorenzo y su hijo de la mano, con mascarillas en sus
bocas. Llegaron a la playa desierta y a lo lejos visualizaron el bulto oscuro.
El niño se soltó y corrió; sintió que alguien lo llamaba. Tomó la bolsa y sacó
los restos de caracoles, algas y arena. Encontró una cadena con un
medallón.
— ¡Qué lindo papá! Mirá.
Lorenzo
le quitó el elemento con miedo y lo tiró no muy lejos. Roció con un alcohol
líquido las manos del niño y las suyas, y le encargó que no se tocara la cara.
Lo tomó de la mano para emprender el regreso y el niño reclamó con enojo su
tesoro. En ese pequeño rostro tapado unos ojos gritaban la sorpresa de haber
encontrado algo valioso que no podía perder.
— Para la abuela.
Lorenzo
no tenía el valor de negarse. Buscó el tesoro de su hijo, lo roció de alcohol
de un lado y del otro. Lo envolvió en un pañuelo de papel descartable y
regresaron. Dejaron el paquete en el mantel junto al florero e inmediatamente
una brisa helada movió el pétalo sobre éste, nadie se dio cuenta. Padre e hijo
se lavaron las manos con ahínco y liberaron sus sonrisas.
Cuando
oscurecía, Laura descubrió el paquete. Un frío le llegó hasta la más profundo.
Sonaron de nuevo las campanadas del viejo reloj. Mariano llegó corriendo,
también vino Lorenzo sin entender. Miraron con ella ese paquetito que estaba
más claro que hacía unas horas.
— Es para vos Abuela.
Laura
lo tomó; aún guardaba la humedad del mar. Lo desenvolvió y apareció un viejo medallón
con su cadena. Se le vinieron a su memoria las imágenes de una ausencia.
— ¿Te gusta?
Una
lágrima silenciosa recorrió su mejilla.
— Perdón. Yo quise traerlo.
Volvió
su mirada al niño y con una sonrisa acarició su cabello.
— Es el medallón que me regaló tu abuelo, para que nos protegiera
cuando él tenía que irse de viaje. Yo lo perdí en la playa… El temporal lo
debió haber traído.
Mariano
se quedó pensando en ese hombre importante que no conoció, pero sin embargo lo
había sentido muy cercano en esos días de incertidumbre.
— ¡No! — Alzando los
brazos con una certeza — Lo trajo el
abuelo, junto con papá.
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