junio 2021.

Mi regalo para todos los que comienzan con la presencialidad, con preocupación, responsabilidad y ganas de despertar un sueños.

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Una vez tuve la suerte de trabajar en una escuela de González Catán, donde aprendí y pasé momentos inolvidables llenos de creatividad, lucha y risas.

No se cansa ni descansa…

Presente.

Te conocí muy lejos, donde la vida era simple. Aventura con sabor a risa.

Nos convocábamos en torno a la mesa del inmenso salón esos días en que el viento soplaba más fuerte y el agua caía del cielo sin permiso.

Polvillos blancos, un líquido insípido, otro apenas amarronado espeso y un bloque blancuzco y brillante, aguardando pacientes su destino. En un acto solemne, los polvos y líquidos se integraban con movimientos armónicos hasta perderse en esa misteriosa unidad. Todos estábamos dispuestos a pagar el precio.

A esa masa limpia y suave se le daba un tiempo de descanso. Luego, se componían sendas porciones para todos. Se estiraba cada una, se usaba un palo de madera redondeado y con el cuchillo, un corte preciso en cada centro.

El bloque de materia blancuzco, se acuerdan, reposaba en silencio en un cuenco metálico con mango que apoyaba en la inmensa reja de hierro forjado que sobresalía en flor. De repente se encendía la llama del quemador a una altura considerable. Su solidez no se cansaba de intentar mantenerse intacta, pero terminaba rindiéndose a la hirviente suerte, transformándose en ese brebaje embriagador que todos esperábamos.

Tiraban de a una las piezas claras aplastadas. Se avivaban de modo diferenciado en un acto de inmolación conservando su centro. La infusión hirviente de a poco penetraba cada una de las piezas y se doraban perdiendo su apariencia inmaculada. Todos festejamos.

Muchos días de lluvia tuve la suerte de ser parte de ese milagro: la cocción de la torta frita, en el partido de La Matanza, atravesando por la ruta 3, en la hermosa ciudad de González Catán.

Como dice mi amiga Beti… Un lugar lejos en el tiempo, pero cerca de mi corazón.